¡LA INGRATITUD!

Por Ramón Morel.
Pocas cosas en la vida duelen tanto como la ingratitud. No hablo de una simple omisión de gracias o de un olvido pasajero, sino de esa actitud fría, calculada y desconcertante con la que algunas personas responden a quienes, en su momento de mayor necesidad, les tendieron la mano. Esas manos generosas que los ayudaron a levantarse, a crecer, a tener voz, visibilidad, rumbo… que apostaron por ellos cuando nadie más lo hacía. Y sin embargo, cuando la historia cambia de escenario y quien fue apoyo necesita ahora respaldo, el silencio del ingrato es ensordecedor. O peor aún: su indiferencia es una bofetada moral.

Esta es la historia invisible que muchos callan por vergüenza o por decoro. Pero hay que decirlo con todas sus letras: vivimos en una época donde la ingratitud ha dejado de ser una rareza para convertirse en conducta cotidiana, incluso premiada en ciertos círculos de poder, negocios o política. Y mientras más se normaliza, más se fracturan los vínculos humanos que dan sentido a la confianza, a la lealtad, al respeto entre iguales.

El ingrato no siempre olvida, pero muchas veces elige olvidar. Olvida quién estuvo ahí cuando nadie más lo miraba, quién le dio una oportunidad sin pedir nada a cambio, quién lo defendió del descrédito o lo sostuvo moral y económicamente. A veces el ingrato se convence de que logró todo solo, que no debe favores, que lo que recibió fue su “derecho”. En otras ocasiones, la ingratitud nace del cálculo frío: ya el otro no le es útil, no le sirve, no lo prestigia. Por tanto, lo descarta.

Hay también quienes practican una forma más sutil de ingratitud: la neutralidad cobarde. Esos que, cuando el viento sopla en contra de quien los ayudó, desaparecen, guardan silencio o se hacen los indiferentes. Les molesta arriesgar su imagen por alguien que está en apuros. Prefieren mirar hacia otro lado. Prefieren ser bien vistos por todos, aunque ello implique traicionar a quienes una vez los sostuvieron con integridad.

La ingratitud no siempre grita, pero siempre hiere. No necesita insultos ni ataques frontales. Basta una omisión premeditada, una ausencia significativa, una negativa disfrazada de excusa. Y eso es lo más indignante: que quien fue ayudado no tenga la decencia de dar el paso adelante cuando se le necesita.

¿Cómo se puede construir un tejido social sólido si no existe la reciprocidad mínima entre las personas? ¿Qué mensaje recibe una sociedad cuando los actos nobles no se devuelven ni con gratitud, ni con presencia, ni con solidaridad? Se instala la desconfianza, se mutila el deseo de ayudar, se asesina la esperanza en el otro. La ingratitud no solo daña relaciones individuales: corroe el alma colectiva.
En toda comunidad hay quienes se levantan con la determinación de hacer el bien: profesores que impulsan alumnos sin esperar retribución, empresarios que dan oportunidades a jóvenes sin conexiones, activistas que elevan voces silenciadas, líderes que apuestan por talentos emergentes. Pero cuando estos benefactores caen y no encuentran eco ni apoyo de los que un día ayudaron, algo se rompe en el tejido moral de esa sociedad.
El costo de esa fractura es inmenso: se pierde la confianza en la solidaridad, se inhibe el impulso de ayudar, se refuerza el individualismo mezquino. ¿Para qué ayudar, si al final el ayudado te dará la espalda? ¿Para qué tender la mano, si luego te dejan caer en el vacío?
Una sociedad que tolera la ingratitud como norma se transforma en un ecosistema hostil, donde todos recelan, nadie arriesga por nadie, y la deslealtad se disfraza de pragmatismo. La ingratitud, entonces, no es solo una falla de carácter individual: es un virus que compromete la salud moral de todo un pueblo.
No se trata de pedir sumisión eterna ni favores perpetuos. El agradecimiento genuino no exige servilismo, sino reconocimiento humano. Un mensaje a tiempo. Una presencia solidaria. Un gesto valiente cuando la tormenta arrecia. Eso basta.
Quien es agradecido no necesariamente sigue de por vida a quien lo ayudó, pero nunca le da la espalda en la hora difícil. Quien tiene dignidad no olvida a sus raíces. Puede disentir, cambiar de camino, crecer en otra dirección, pero jamás niega la mano que un día lo levantó del suelo.
En un mundo que aplaude el éxito sin ética, es urgente reivindicar el valor del agradecimiento como acto de justicia moral. No se trata de nostalgia ni de sentimentalismo. Se trata de ética. De decencia. De humanidad.
Este artículo no pretende dar lecciones. Pretende decir lo que muchos sienten y no saben cómo expresar. Porque todos hemos conocido –de cerca o de lejos– a alguien que creció gracias al apoyo de otros y, luego, decidió hacer como si nada hubiera pasado. Como si todo se debiera solo a su talento, a su esfuerzo, a su “destino brillante”.