«El amigo traidor’ A propósito del Día del Amor-la amistad y San Valentín
Por Antonio Muñoz Molina.
1934 llevaba trabajando como espía soviético.
No hubo en todo el siglo XX un traidor más perfecto. Tenía su condecoración franquista, la Orden del Imperio Británico y la Orden de Lenin, que le fue otorgada en secreto. En El hombre que fue Jueves, Chesterton imaginó una organización subversiva tan secreta que su líder máximo era también el jefe de policía encargado de perseguirla. Durante unos cuantos años, Kim Philby fue a la vez el más alto responsable de las investigaciones y lasoo conspiraciones del servicio secreto británico contra la Unión Soviética y el agente más importante que la KGB tenía infiltrado en Occidente. Era el perseguidor y era también el perseguido. Era el héroe y el traidor. Adiestraba a agentes que iban a encargarse de misiones de conspiración y sabotaje al otro lado del telón de acero y se ocupaba al mismo tiempo de que fueran detenidos y ejecutados. Cuanto más eficazmente servía a sus superiores comunistas más prosperaba su carrera en el espionaje anticomunista. Y cada ascenso en respetabilidad y prestigio le ofrecía nuevas posibilidades de traición. Nicholas Elliott le organizó una fiesta de despedida cuando lo destinaron a Washington: quién más cualificado que Kim Philby para encargarse de la coordinación entre la CIA y el MI6 británico, en la época en la que más arreciaba la Guerra Fría, cuando había que salvaguardar como fuera secretos tan graves como los de las armas atómicas.
Graham Greene y John Le Carré escribieron novelas magníficas con estos materiales. Los dos fueron espías y sabían de qué hablaban, pero ninguna historia inventada se aproxima a los pormenores novelescos de la realidad, tan llena siempre de azares y de inverosimilitudes que la ficción no puede permitirse. Con los años y el desgaste de la tensión y del alcohol Philby se volvió descuidado, y las pruebas de su traición fueron cada vez más sólidas. Lo que lo seguía salvando no era su astucia suprema de espía, sino el hecho de que perteneciera a una clase social por encima de toda sospecha, que hubiera estado en Eton y en Cambridge, que viniera de una buena familia, que tuviera el acento adecuado y conociera a las personas a las que era preceptivo conocer. De una persona así era indecoroso desconfiar. En 1951 fue apartado cautelarmente del servicio, con gran indignación de sus amigos y de la mayor parte de sus colegas, entre ellos Nicholas Elliott, que no admitía la menor duda sobre su lealtad. Sospechar de Kim Philby le parecía tan inconcebible como sospechar de sí mismo.
El desenlace parcial de la historia lo cuenta Ben Macintyre en uno de esos libros que se adhieren a las manos desde el momento en que uno empieza a leerlos, A spy among friends. En 1963, en Beirut, en una habitación en la que solo hay dos sillas y una mesa, y un micrófono oculto, y sobre la mesa una botella de whisky y dos vasos, y un cenicero, delante de un balcón abierto, Nicholas Elliott está sentado frente a su antiguo amigo. Tiene la tarea de interrogarlo y de exigirle una confesión, porque ahora ya está seguro de que es un traidor, pero aun así no acaba de creer que sea cierto. El amigo de tantos años conserva la misma sonrisa, el mismo aire de calma irónica, de ligera fatiga, el mismo acento, los mismos modales impecables. Ahora está más viejo, hinchado por el alcohol, y bebe con más avidez, en el calor de Beirut. Ya no se molesta en desmentir las acusaciones. No parece importarle el sentimiento de ultraje que hay en la expresión del amigo traicionado. Las formas, en cualquier caso, no pueden perderse. Elliott interroga a Philby, pero no lo detiene ni hace que lo sigan. Esa noche Philby no se presenta en una cena a la que él y su mujer estaban invitados. Al día siguiente huye en un buque de carga soviético, camino de Moscú.